Las competencias lingüísticas permiten el contacto con materiales educativos, promueven el aprendizaje y la transmisión de la cultura (Mares y Bazán; 1996; Berrío, 2019; UNESCO, 2019). En un contexto educativo, es pertinente reconocer que las interacciones que ocurren dentro del aula son mayoritariamente lingüísticas (Ribes, 2004; Morales et al., 2011), es por ello que su estudio resulta de importancia. Conceptualmente, se han distinguido las diferencias entre las competencias escritoras y orales; que en términos generales se diferencian entre sí, por la forma de emisión, la ubicación espacial y temporal, las habilidades precurrentes y las circunstancias de ocurrencia (Vigotsky, 1988; Mares y Bazán, 1996; Mares y Rueda, 1993; Pacheco y Villa, 2005). Para su estudio se han establecido dimensiones tanto formales, como funcionales. En el caso de las competencias escritoras en términos cuantitativos como su extensión, organización y vocabulario (Knudson, 1992; Benton et al., 1993; De la Paz y Graham, 1997; Olive y Piolat, 2002; Morales et al., 2017) así como la precisión, congruencia y el papel del lector (Knudson, 1992; Ortega et al., 2014; 2020). En el caso de las competencias orales se ha acotado al estudio de exposiciones estudiantiles analizando articulación, muletillas, autocorrecciones entre otros (Muñoz, et al., 2015) y el desligamiento y el cumplimiento de criterios formales y funcionales (Morales, et al., 2017; Rosas et al., 2017). No obstante, pese a los numerosos estudios no se han encontrado consistencias entre las categorías de evaluación, existen pocos trabajos sobre dimensiones funcionales de las competencias escritoras y orales, por lo que sería pertinente elaborar registros que permitan evaluar el proceso escritor y los productos, (Pacheco et al., 2011), así mismo, analizar qué se escribe, cómo se escribe y bajo qué circunstancias se escribe (Ortega et al., 2020).